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RODOLFO ALONSO

Miguel Ocampo

Cronicas  |  31 de mayo de 2010 (01:22 h.)
En el comienzo, estuvo el árbol. El árbol que no sólo es fuente de vida sino, también, de belleza.

\"\"En el comienzo, estuvo el árbol. El árbol que no sólo es fuente de vida sino, también, de belleza. El árbol que, por más de una razón, fue y debería seguir siendo sagrado para los hombres. Pero que, para un pintor de raza, se vuelve además primordialmente pintura, es decir color, forma, dimensión, aura, movimiento. Desafío a la pintura, milagro de la pintura.

Casi como cerrando un círculo, después de años de vida intensa y discreta dedicados devotamente a la pintura (la pintura asumida en forma cotidiana, diaria), Miguel Ocampo emerge otra vez junto a los árboles, que dominan con su esplendor el resplandor logrado de su obra de madurez.

Porque ha llegado a la cumbre, entre los árboles. Y no sólo literalmente, refugiándose desde hace dos décadas en esa deliciosa localidad de las sierras cordobesas que se llama precisamente La Cumbre, y donde los árboles –a mi modesto entender– resultan aún los principales protagonistas, los primeros actores. Sino también porque toda una vida como dije de recatada, contenida pasión entregada día tras día a la pintura, se redescubre por propio devenir, por el simple y noble desarrollo de su ser más legítimo, en el árbol como símbolo digamos emblemático, como ente acaso totémico.

¿Qué quedó en él de aquellos años jóvenes compartidos con los exigentes artistas concretos? Sin duda toda una voluntad de concentración, de pudor, de “arte pobre” por anticipado en cuanto a trabajar con los mínimos elementos, y aún ellos mismos reducidos a su vez a sus mínimos. Una integridad de pensamiento y de ética que traía, entre otras felices consecuencias y también algunos riesgos, una deseable falta de ampulosidad y de grandilocuencia. Una pulcritud a la vez moral y estética.

Este hombre sereno, discreto, pero profundamente apasionado, devotamente entregado a una experiencia del arte que es más bien ceremonia íntima, celebración antes que espectáculo, es uno de los grandes de la pintura argentina contemporánea. Junto con la limpidez, la transparencia, que en un sentido muy profundo acaso lo ligan con las más altas aspiraciones de los impresionistas, es su propia y profunda limpidez, su transparencia humana lo que sus cuadros son, y nos trasuntan. En tiempos de show y de mercado, de autopromoción y de espectáculo, el perfil de semejante conducta estética y humana es lo que debería ser valorado, también, como ejemplar, en este gran artista nuestro. Fue capaz de dejar de pintar –me consta– lo que empezaba a venderse, porque su fidelidad mayor es con el arte, con la aventura de pintar, con su destino de pintor. Porque sólo pintó, cada vez, lo que sentía, profundamente. Sin estridencias, pero también sin dogmatismos, naturalmente ajenos a su ser, Miguel Ocampo supo dejarse vivir en la pintura, ser en la pintura, ser pintura. Y cada cuadro suyo es una obra, viva. Y toda su obra es un inmenso, continuado, claro ejemplo de entrega y devoción, logradas.

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