La Transición española es una pelota fétida llena de remiendos. Tiene tanto excremento en su interior que, de vez en cuando, por sus costuras salen jugos putrefactos que revelan, a quien quiere abrir los ojos, que sólo han cambiado las formas para que el poder siga en manos de unos pocos. Está tan lograda la operación que la mayoría de la gente piensa que la democracia consiste en poder tomar el sol en pelotas; están convencidos de que un sistema democrático no tiene competencias para acabar con la explotación laboral o la pobreza. Es un éxito de marketing, sin duda.

Estos días hemos visto cómo supuran algunas de esas costuras hediondas: Primero, siete años después de la detención de cinco periodistas de Egunkaria se ha demostrado que el ‘sistema’ acosa y apresa por cuestiones de opinión; y, segundo, hoy los nostálgicos del franquismo tienen autoridad moral para iniciar un proceso contra un juez que pretende abrir esa pelota pestilente (todo sea dicho: un juez impresentable que pretendió dar lecciones de justicia universal a chilenos y argentinos mientras convivía, sin inmutarse hasta ahora, con los verdugos de la dictadura española).

Pero lo más aterrador de este lavado de cerebro general es observar la celebración, cada 14 de abril, del Día de la República. Es indiscutible que la única transición posible es la restauración del republicanismo que secuestró la dictadura pero, sin embargo, los republicanos son vistos por la mayoría de los españoles como algo extraño. Marketing magistral.